CUANDO EL RIO DETUVO AL TIEMPO
- REDACCIÓN
- 9 nov
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MARÍA DEL TORO
Nadie olvida cuando fue la última vez que los días y las noches dejaron de contarse en San Jacinto. Cada día el viento soplaba, los árboles reverdecían y sus hojas secas caían, el sol se levantaba, la luna salía, pero los hombres y mujeres eran siempre los mismos: Rostro de piel tersa, cuerpo armónico y cabellos detenidos en la misma curva del tiempo. Era un pueblo fantasma donde la juventud no se celebraba, se heredaba.

San Jacinto estaba cubierto de niebla, rodeado por cerros siempre verdes. El río al que todos llamaban El Silente, atravesaba las calles vacías con un murmullo caudaloso más antiguo que cualquier voz humana. La iglesia vacía dejo de tocar sus campanas al llamado de misa desde hacía décadas, pero aun así los habitantes sabían cuando exactamente era la hora para sumergirse en el agua cristalina del Silente que bajaba desde aquellas montañas. Los relojes desaparecieron, eran obsoletos, no funcionaban.
Fué Esperanza García quien descubrió el secreto, que curiosamente ocurrió una tarde de sequía cuando todos esperaban que el pueblo desapareciera. Muchas familias agarraron ropa y pocas pertenencias y salieron huyendo de ahí dejando todo: sus casas y animales. El río estaba casi seco, pero esa tarde el viento soplo tan fuerte, que las nubes se convirtieron en negras y de ellas cayó una tormenta acompañada de truenos y rayos tan fuertes que cimbraba las casas y montañas del lugar.
Pasada la tormenta, ella se fue a bañar y bebió del agua feliz de volver a sentir la dulzura del agua cristalina. Al día siguiente, su cabello encanecido se tornó negro como las alas del cuervo. Al ver aquello, los habitantes asombrados siguieron su ejemplo, y desde entonces, ningún niño nació, ningún anciano murió, y ninguna lagrima de vejez volvió a humedecer los ojos y las mejillas.
Sin embargo, la eternidad pesaba. Los habitantes dejaron de celebrar cumpleaños porque ya no había números que sumar. Las parejas dejaron de tener hijos porque no había espacio para nuevas voces. El amor se volvió un eco repetido que no envejecía ni se transformaba. Las casas se llenaron de retratos idénticos, y los espejos comenzaron a mentir: no mostraban el paso de los años, pero si la fatiga de las almas sin destino.
Una mañana llego un forastero de nombre Gabriel, quien no sabía nada de pactos silenciosos ni de aguas milagrosas. Camino por las calles vacías, maravillado por la belleza detenida en los rostros, por los jardines siempre en flor y por el aire que parecía no avanzar. Al tercer día preguntó:
¾¿Por qué nadie envejece aquí?
Esperanza le respondió sin mover un músculo de su rostro impecable:
¾Porque el río nos guarda.
Gabriel incrédulo, rió y entonces fue a beber del agua de río. Sintió el frescor en la lengua, la dulzura transparente y al amanecer, su barba comenzó a oscurecer como si los años retrocedieran. Esa misma noche, notó que el cielo no cambiaba, que el canto de los grillos era idéntico, que las estrellas estaban en la misma posición que la noche anterior.
¾ ¿Y si alguien quisiera irse?¾ preguntó¾. Esperanza bajo la mirada por primera vez en cien años.
¾No se puede. El río te toma de las venas. Si te alejas demasiado, te lleva de vuelta o …te olvida.
Los que alguna vez lo intentaron quedaron convertidos en estatuas de sal en el camino, testigos inmóviles de su huida. Gabriel comprendió que la juventud eterna no era un regalo sino una jaula. Esa noche escucho que lo llamaban, era el río gritando su nombre, una voz que solo él podía escuchar, lo invitaba a hundirse en sus aguas por completo. Al cuarto día, desapareció. Algunos decían que lo habían visto adentrarse en las aguas del Silente con los ojos abiertos, como si buscara el fondo donde los calendarios vivían y aun respiraban. Otros aseguraban que se había convertido en un murmullo más, una nueva voz del río.
Desde entonces, El Silente suena distinto: tiene una nota triste en su canto. Y aunque en San Jacinto siguen sin envejecer, hay en sus miradas un temblor, como si cada día sintieran más peso de un tiempo que ya no les pertenece.









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