“Cuando el voluntariado suplanta lo que el sistema no logra: ¿qué nos está diciendo la sociedad?”
- VANESA RODRÍGUEZ
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Vivimos en un momento histórico en que las crisis se multiplican –económicas, ambientales, de salud pública y sociales– y la respuesta estructural de los Estados y sistemas públicos parece, en muchos casos, insuficiente para atenderlas con justicia, cobertura y continuidad. En respuesta, el voluntariado ha emergido no como una opción decorativa de la solidaridad, sino como un soporte esencial para millones de personas y comunidades que de otra forma quedarían sin respaldo. Sin embargo, esta transformación social que hemos celebrado en los últimos años también encierra una pregunta inquietante: ¿qué sucede con nuestras sociedades cuando el voluntariado llega, no para complementar, sino para sustituir lo que debería garantizar el sistema? Y más aún: si el voluntariado disminuye o se ve imposibilitado, ¿a dónde vamos a parar?

Para entender la dimensión de este fenómeno, es útil mirar los datos más recientes a nivel global. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), más de 860 millones de personas participan en actividades voluntarias al menos una vez al mes, lo que representa alrededor del 15% de la población mundial. Esta participación no es marginal: en términos económicos se estima que las contribuciones voluntarias equivalen a aproximadamente el 1.9% del PIB en países de la OCDE, un volumen comparable al gasto público en sectores clave de bienestar social.
No obstante, este rol del voluntariado como puente social frente a deficiencias del Estado tiene una doble arista; por un lado, la acción voluntaria salva vidas, fortalece tejido social y genera cohesión comunitaria, especialmente en contextos vulnerables donde los sistemas públicos no alcanzan a cubrir la demanda de servicios básicos. Por ejemplo, organizaciones juveniles en América Latina han formado redes de respuesta ante emergencias, educación comunitaria, atención ambiental y justicia social con miles de jóvenes liderando procesos locales de desarrollo social según datos del voluntariado de las Naciones Unidas.
Por otro lado, esta misma realidad plantea un desafío crítico: cuando el voluntariado se vuelve un sustituto de servicios públicos, la responsabilidad estructural del Estado se desvanece tras la apariencia de soluciones inmediatas. Así, lo que comienza como solidaridad se puede convertir en una externalización involuntaria de funciones que corresponderían al sistema educativo, de salud, de protección social o de desarrollo comunitario.
Este fenómeno es particularmente visible en América Latina, la región más desigual del planeta y donde las brechas de acceso a servicios básicos son persistentes. De acuerdo con informes de las Naciones Unidas, antes y después de la pandemia, millones de personas siguen sin acceso efectivo a la seguridad social, agua potable, conectividad o inclusión financiera, indicadores que son factores determinantes para el desarrollo humano. En este escenario, los voluntarios se convierten en los primeros en responder y en sostener servicios comunitarios esenciales, mientras que los sistemas públicos, por falta de recursos o voluntad política, quedan rezagados.
La presión que recae sobre el voluntariado también afecta su propia sostenibilidad. La OCDE destaca que las tasas de participación voluntaria habían estado en declive en años recientes, antes de recuperar niveles previos a la pandemia, lo que revela la fragilidad de esta base social cuando enfrenta crisis prolongadas y falta de apoyo estructural (OECD). Imaginemos por un momento un escenario en el que la participación voluntaria se redujera significativamente: comunidades enteras perderían una red de apoyo esencial, programas sociales perderían sus brazos operativos y problemas estructurales como la pobreza, la exclusión o la atención a emergencias quedarían aún más desatendidos.
Esto nos lleva a una segunda inquietud crucial: si el voluntariado deja de accionar o se ve imposibilitado, ni el sistema ni la sociedad tienen garantizado un camino sólido hacia adelante. La sustitución de funciones públicas por esfuerzos voluntarios no solo crea una dependencia social delicada, sino que también normaliza la ausencia institucional. Con ello, se perpetúa un modelo donde la respuesta a problemas sistémicos –como el acceso a la salud, educación, inclusión social o mitigación de desastres– recae en la buena voluntad de individuos y comunidades, aunque estos no cuenten con la infraestructura, recursos o tiempo necesario para sostener a largo plazo dichas respuestas.
En este punto, aparece una contradicción fundamental: aunque el voluntariado genera beneficios indiscutibles –como el fortalecimiento del capital social, el sentido de pertenencia comunitaria y la empatía intergeneracional– también puede ocultar deficiencias estructurales que requieren respuestas públicas integrales y sostenidas. El voluntariado complementa, pero no puede reemplazar una política pública eficaz, porque no está diseñado para ofrecer cobertura universal, continuidad presupuestal ni responsabilidad institucional.
Por eso, cualquier mirada crítica sobre el voluntariado debe considerar dos vectores: su capacidad transformadora y su vulnerabilidad estructural. Cuando vemos que miles de jóvenes se involucran de manera activa en causas comunitarias, no solo estamos ante un acto de solidaridad; estamos ante una fuerza social que aporta cohesión, sentido y soluciones prácticas. Pero también debemos preguntarnos si estamos depositando en estos esfuerzos la carga de lo que debería ser una política pública articulada y sustentable.
En este sentido, el voluntariado no solo es una respuesta: es un espejo que nos obliga a cuestionar el estado de nuestros sistemas sociales. Nos pregunta hasta qué punto estamos dispuestos a sostener instituciones que garanticen derechos fundamentales, en lugar de quedarnos con parches solidarios que alivian pero no resuelven las causas profundas de la desigualdad y la exclusión.

El reto entonces no es menos voluntariado, sino mejor voluntariado, mas profesionalizado, acompañado de mejores sistemas públicos. Es fortalecer la acción voluntaria, integrarla con políticas públicas estratégicas, asegurar formación, reconocimiento, protección y acompañamiento para quienes se implican, y no caer en la ingenuidad de que solo con buena voluntad se puede construir un desarrollo sostenible.
Cuando el voluntariado sustituye lo que debería garantizar el sistema, la sociedad entera pierde. Y si este voluntariado deja de accionar, lo que se revela es una debilidad sistémica que no podemos permitir. El desafío que hoy enfrentamos no es solo sostener voluntarios comprometidos, sino fortalecer sistemas que no les pidan el peso de lo que les corresponde asumir a las instituciones públicas. Porque ni la sociedad ni el voluntariado pueden sostener, por sí solos y en el largo plazo, lo que constituye el corazón de un estado social de derecho.
Pero esta discusión no puede quedarse únicamente en la relación entre el voluntariado y el sistema. Hay una pregunta igualmente urgente que comienza a perfilarse: ¿quiénes están sosteniendo hoy el voluntariado y quiénes lo harán mañana? La participación no es homogénea, ni responde a las mismas motivaciones de hace dos o tres décadas. Las nuevas generaciones se vinculan de forma distinta con las causas sociales; las empresas comienzan a replantear su rol más allá de la filantropía; y el voluntariado corporativo emerge como un actor con potencial transformador o, si se usa mal, meramente simbólico. Entender cómo se comporta el voluntariado por edades, qué esperan hoy las juventudes y qué tipo de compromiso demandan los tiempos actuales será clave para no perder esta fuerza social que hoy sostiene tanto. De ello hablaremos en la siguiente entrega.




