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El costo del silencio: por qué necesitamos una Ley de Pobreza Farmacéutica

  • VANESSA TRACONIS QUEVEDO
  • 12 nov
  • 3 Min. de lectura

En México, miles de personas enfrentan cada día una elección que ninguna sociedad debería permitir: ¿comer o medicarse?. Esta pregunta, que da acción y rumbo al trabajo de Fundación RedSalud Internacional desde hace más de once años y de manera personal más de 18 años, no es una metáfora; es la radiografía de un país donde el acceso a medicamentos se ha convertido en una frontera invisible entre la salud y la enfermedad, la dignidad y la desesperanza.

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Pese a que el derecho a la protección de la salud está consagrado en el artículo 4º constitucional, ninguna ley reconoce todavía la pobreza farmacéutica como un problema social específico. Este vacío normativo deja en la indefensión a millones de personas que, aun teniendo diagnóstico, receta y necesidad comprobada, no pueden costear sus tratamientos.

De acuerdo con el CONEVAL (2023), más de 50 millones de mexicanos carecen de acceso efectivo a servicios de salud, mientras que la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares del INEGI revela que el gasto de bolsillo en salud se ha incrementado más del 40% en los últimos cinco años. Los medicamentos representan el componente más oneroso de ese gasto, convirtiéndose en el principal factor que empuja a miles de familias a la pobreza o agrava su condición. Hoy, buena parte de esos hogares enfrentan gastos considerados catastróficos, quedando de facto encasillados en una situación de pobreza farmacéutica.

No legislar sobre la pobreza farmacéutica es perpetuarla. Mientras el Estado regula con precisión el etiquetado de los alimentos o la distribución de vacunas, los medicamentos esenciales siguen siendo tratados como bienes de consumo y no como bienes públicos, sujetos a las fuerzas del mercado, la especulación y la capacidad de pago individual.

Fundación RedSalud Internacional, a través de su investigación y su obra -que será publicada muy pronto- ¿Comer o medicarse?, plantea con claridad que el medicamento debe considerarse un bien esencial protegido por ley, al igual que el agua, la vivienda o la educación. Porque un tratamiento interrumpido no es solo una estadística más: es una vida que se deteriora, una familia que se endeuda, una persona que pierde su empleo o su independencia, una empresa que asume pérdidas por ausentismo o presentismo, y un país que se empobrece al ver reducida su productividad.

Según la OMS, cada dólar invertido en acceso a medicamentos esenciales se traduce en un retorno de hasta US$7 en productividad social. Negar ese acceso no solo es injusto, sino económicamente irracional.

En los hechos, la pobreza farmacéutica amplifica otras pobrezas —económica, alimentaria, educativa, laboral— y reproduce la exclusión social con rostro sanitario.

Reconocer este fenómeno en la legislación mexicana significaría dar un paso histórico: incluir en la Ley General de Salud un capítulo sobre Pobreza Farmacéutica, con mecanismos claros de atención, registro y apoyo mediante observatorios, fondos solidarios, farmacias humanitarias y trazabilidad digital en la entrega de medicamentos.

El costo del silencio es medible: más de 6 millones de tratamientos son abandonados cada año por falta de recursos, según estimaciones del Observatorio de la Pobreza Farmacéutica. Al mismo tiempo, más de 1,000 toneladas de medicamentos aún útiles son destruidas anualmente en México por normativas rígidas o falta de canales de redistribución segura. Esto no solo representa millones de pesos desperdiciados, sino también una pérdida ética y social irreparable.

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Cada vez que el Estado no legisla, delegamos la responsabilidad a la caridad. Pero la salud no puede depender del azar ni del altruismo ocasional; requiere un marco jurídico sólido que garantice la equidad en el acceso a los tratamientos.

Tenemos que avanzar: de la omisión a la acción. La propuesta de una Ley de Pobreza Farmacéutica, impulsada desde la sociedad civil y respaldada por la evidencia del Observatorio de la Pobreza Farmacéutica, la Equidad Sanitaria y la Exclusión Social, busca precisamente llenar ese vacío.

No se trata de una ley asistencialista, sino de un instrumento de justicia social, que articule los esfuerzos del gobierno, la industria farmacéutica y la ciudadanía bajo un principio ético inapelable: ninguna persona debe quedar sin tratamiento por falta de recursos.

Es momento de legislar para sanar. En tiempos donde la salud se ha vuelto un tema político, económico y ético, el silencio legislativo es la forma más cara de indiferencia. México necesita dar un paso adelante, reconocer que la pobreza farmacéutica existe, medirla, visibilizarla y atenderla con la misma seriedad con la que se combate el hambre, la desnutrición o la obesidad.

Porque legislar sobre la pobreza farmacéutica no es un acto

de buena voluntad: es una obligación moral, constitucional y humana.

Y porque callar —ante el sufrimiento evitable— siempre saldrá más caro.

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