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Juventudes, redes sociales y la crisis del compromiso

  • VANESA RODRIGUEZ
  • hace 3 horas
  • 4 Min. de lectura

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Juventudes, redes sociales y la crisis del compromiso


​Nunca antes las causas sociales habían sido tan visibles, tan compartidas y tan comentadas como hoy. Las redes sociales han convertido la injusticia, la pobreza, la emergencia climática y la desigualdad en contenido cotidiano. Sin embargo, esta sobreexposición convive con una paradoja inquietante: la visibilidad de las causas no siempre se traduce en compromiso sostenido, y mucho menos en acción colectiva de largo plazo. En medio de una cultura de inmediatez, de recompensa instantánea y de validación constante, vale la pena preguntarnos con honestidad: ¿qué está pasando con el voluntariado juvenil?, ¿sigue siendo una prioridad o está siendo desplazado por nuevas formas –más rápidas, más cómodas– de “participar”?

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​Los datos ofrecen pistas claras; de acuerdo con el Informe sobre el Estado del Voluntariado en el Mundo del Programa de las Naciones Unidas para los Voluntarios (UNV, 2022–2023), tras la pandemia se observó una disminución del voluntariado formal y continuo entre jóvenes, mientras aumentaron las formas de participación episódicas, digitales o de corta duración. El informe no habla de apatía, sino de fragmentación del compromiso: los jóvenes siguen interesados en las causas, pero ya no necesariamente a través de estructuras tradicionales ni compromisos prolongados.


​Esta tendencia coincide con lo que revelan estudios recientes sobre juventudes. Según Deloitte Global Gen Z & Millennial Survey 2024, más del 70% de jóvenes de la Generación Z afirma sentirse preocupado por los problemas sociales y ambientales, pero al mismo tiempo reporta altos niveles de ansiedad, agotamiento y presión económica, factores que limitan su disposición a compromisos que demanden tiempo, estabilidad emocional o permanencia. La sensibilidad social existe; lo que está en crisis es la capacidad –y a veces la voluntad– de sostenerla en el tiempo.


​Aquí entra en juego el contexto cultural; vivimos en una época marcada por la lógica del “¿qué gano yo?”, reforzada por algoritmos que premian la exposición, la imagen y el impacto inmediato. El reconocimiento social se mide en likes, seguidores y visualizaciones, no en procesos silenciosos ni en resultados de largo aliento. En este escenario, el voluntariado –que suele ser discreto, lento y profundamente humano– compite con una cultura que privilegia lo visible sobre lo transformador. El riesgo no es menor: confundir activismo con exhibición y compromiso con presencia digital.


​El Latinobarómetro 2023 aporta un dato clave para entender este fenómeno en América Latina: la confianza de las y los jóvenes en instituciones –gobiernos, partidos políticos, e incluso organizaciones tradicionales– se encuentra en uno de sus niveles más bajos de las últimas décadas. Esta desconfianza no solo aleja a los jóvenes de la política formal, sino también de esquemas de voluntariado que perciben como rígidos, verticales o desconectados de sus realidades. Muchos jóvenes no rechazan ayudar; rechazan estructuras que no dialogan con su lenguaje, su tiempo ni su contexto.


​A esto se suma otro elemento crítico: el materialismo como tendencia aspiracional. En un entorno de precariedad laboral, inflación y desigualdad, el mensaje implícito que reciben muchas juventudes es claro: primero sobrevive, luego ayuda. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT, 2023), América Latina mantiene una de las tasas más altas de informalidad laboral juvenil, lo que genera incertidumbre económica y limita la posibilidad de dedicar tiempo a actividades no remuneradas. En este contexto, el voluntariado puede percibirse –erróneamente– como un lujo, no como una inversión social o personal.

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​El problema de fondo no es que los jóvenes se hayan vuelto egoístas, como a veces se afirma con ligereza; el problema es más profundo y estructural: estamos pidiendo compromiso sostenido en un mundo que ofrece inestabilidad permanente, y solidaridad estructurada en una cultura que premia la gratificación inmediata, el resultado es una participación social más emocional, más reactiva y menos organizada.


​Sin embargo, sería un error leer este escenario solo en clave de pérdida; lo que estamos presenciando es una transformación del compromiso juvenil, no su desaparición. Los jóvenes se movilizan por causas específicas, buscan coherencia entre discurso y acción, y esperan que su participación tenga sentido, impacto visible y aprendizaje personal. Cuando estos elementos no existen, se retiran. No por indiferencia, sino por desilusión.


​Aquí aparece una advertencia crucial para las organizaciones sociales, educativas y empresariales: si el voluntariado no se adapta a las nuevas realidades culturales y emocionales de las juventudes, seguirá perdiendo fuerza. Insistir en modelos del pasado, sin cuestionarlos, puede profundizar la brecha entre causas urgentes y generaciones llamadas a sostenerlas.


​La pregunta que queda en el aire es incómoda pero necesaria: ¿estamos formando jóvenes comprometidos o solo espectadores sensibles?, ¿estamos ofreciendo espacios de participación reales o solo vitrinas de buena voluntad?, ¿estamos entendiendo el mundo juvenil o juzgándolo desde paradigmas que ya no existen?.


​Responder estas preguntas es clave, porque si el voluntariado juvenil se debilita –o se vuelve superficial–, el impacto no es solo generacional, se resiente el tejido social completo. Y aquí el reto se amplía: las empresas, las organizaciones y las instituciones también están siendo llamadas a replantear su rol, no como salvadores, sino como facilitadores de un compromiso auténtico y sostenible.


​En la siguiente entrega abordaremos precisamente ese punto: cómo participan hoy los jóvenes cuando encuentran estructuras que sí dialogan con su realidad, y qué papel está jugando el voluntariado corporativo –entre el valor compartido y el riesgo del simulacro– en la construcción de una nueva ética del compromiso social.

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