¿Por qué el voluntariado del 5 de diciembre debería empezar a cambiar la salud en Chiapas?
- VANESSA TRACONIS QUEVEDO
- hace 1 día
- 4 Min. de lectura
El pasado 5 de diciembre, el mundo volvió a celebrar el Día Internacional del Voluntariado; una fecha que, aunque suele pasar casi desapercibida en los calendarios institucionales, resume uno de los movimientos humanos más grandes del planeta. La United Nations (ONU) estima que alrededor de mil millones de personas realizan algún tipo de voluntariado, y que la mayoría actúa desde lo comunitario, sin reconocimiento ni protección formal. Celebramos un día, pero la realidad es que el voluntariado sostiene silenciosamente sistemas enteros de cuidado.

En México la fuerza del voluntariado tampoco es irrelevante; según datos publicados a inicios de 2024, alrededor de 8.4 millones de personas habrían participado en actividades voluntarias durante 2023, muchas de ellas mujeres, y con una presencia destacada en ámbitos como educación, asistencia social, desarrollo comunitario y, en algunos casos, salud comunitaria (INEGI), no obstante, ese volumen no se ha traducido todavía en una política pública robusta que articule, proteja y profesionalice el voluntariado, especialmente en áreas tan sensibles como la salud.
Chiapas revela con especial crudeza esa paradoja; en muchas comunidades, la salud pública no llega con regularidad o no cubre todas las necesidades: las distancias geográficas, la dispersión poblacional, la falta de infraestructura y la carencia de personal médico son limitantes estructurales. Ante ello, comunidades y colectivos locales asumen la responsabilidad: se organizan para cubrir urgencias, distribuir alimentos, acompañar enfermos, apoyar campañas sanitarias o dar seguimiento comunitario. Pero ese esfuerzo, muchas veces heroico, opera de forma aislada, sin coordinación formal con el sistema público, sin normas regulatorias ni seguimiento. El resultado: el voluntariado es inmenso en su entrega, pero limitado en su capacidad de incidir estructuralmente.
Este modelo informal –anclado en la buena voluntad– puede producir consecuencias negativas, tanto para quienes dan su tiempo como para las personas que pretenden ayudar. Un voluntariado no profesionalizado, sin formación técnica ni protocolos, expone riesgos: errores en diagnóstico, distribución de insumos, manejo inadecuado de higiene, donaciones sin control, acciones sin continuidad. En contextos sanitarios vulnerables, cada decisión cuenta. Además, si no se trabaja sobre indicadores –¿cuántas personas atendimos? ¿qué tan efectiva fue la intervención? ¿qué seguimiento hubo?– no hay forma de saber si realmente estamos llegando a quienes más lo necesitan o si la ayuda se concentra en los mismos espacios, repitiendo inequidades.
La salud pública en México continúa enfrentando tensiones profundas: fragmentación institucional, recursos insuficientes, desigualdades territoriales y acceso limitado en zonas rurales o remotas. En ese contexto, el voluntariado aparece como una fuerza indispensable, pero su improvisación sin reglas ni respaldo amenaza con reproducir desigualdades o generar falsas certezas. Si de voluntariado hablamos: hace falta responsabilidad, estructura y profesionalización.
Por eso, celebrar el 5 de diciembre no basta; ese día no debería servir solo para aplaudir y emocionar; debería encender alarmas: ¿qué hacemos con todo este impulso social? ¿Cómo convertimos la energía de los voluntarios en una capacidad real de transformar la salud en Chiapas, México y más allá? Ahora, unas jornadas después del 5, es momento de decisiones. Y de asumir que el voluntariado, si bien nace de la generosidad, necesita organización para cumplir su promesa.
Propongo cinco rutas prácticas, realizables y urgentes:
Primero, reconocer para organizar. Que cada municipio cuente con un padrón abierto, público y actualizado de personas y colectivos voluntarios en salud. Un instrumento sencillo: nombre, formación, disponibilidad, áreas de experiencia. Con él, se puede planificar, asignar tareas, evitar duplicidades y reducir riesgos.
Segundo, formación mínima obligatoria. Ninguna acción comunitaria debería improvisarse: se requiere capacitación básica –primeros auxilios, ética en salud, protocolos sanitarios, manejo seguro de insumos y donaciones, cadena de frío cuando aplique, seguridad comunitaria–. Esa formación protege tanto a la población como a quienes ofrecen su ayuda. Y profesionaliza la solidaridad.
Tercero, mesas de articulación permanentes. En cada municipio –o zona regional– deberían existir espacios formales donde unidades de salud públicas, ayuntamientos, organizaciones civiles y voluntarios definan roles, planifiquen campañas, distribuyan responsabilidades y evalúen resultados. La colaboración no puede depender solo de la buena voluntad: necesita estructura, claridad y compromiso compartido.
Cuarto, protección legal y social para quienes protegen. Muchas personas voluntarias arriesgan su tiempo, su salud, su reputación. Es indispensable contar con mecanismos de protección: seguros de responsabilidad civil, protocolos de seguridad, respaldo institucional. No es cargar una nómina, pero sí garantizar respaldo, dignidad y responsabilidad ante su labor.
Quinto, medir para mejorar. Implementar indicadores públicos –horas voluntarias, población atendida, tipo de intervención, capacitación recibida, resultados, seguimiento–. Esta transparencia permite evaluar impacto, corregir errores, aprender y fortalecer la acción. Sólo así el voluntariado deja de ser buena intención y se convierte en política pública que rinde cuentas.
La evidencia internacional avala esta visión: cuando el voluntariado se integra de forma ordenada con instituciones –con reglas, formación, seguimiento y rendición de cuentas– puede ampliar coberturas, mejorar la prevención, fortalecer redes comunitarias y fomentar cohesión social. Cuando permanece aislado y desarticulado, corre el riesgo de reproducir inequidades, vulnerabilidades y falsas certezas.
La columna de hoy –a pocos días de la conmemoración global del voluntariado– no busca idealizar, sino provocar una conversación urgente y profunda. Chiapas tiene una reserva de solidaridad inmensa; un potencial colectivo extraordinario. Pero sin gobernanza, seguirá siendo una fuerza dispersa, subutilizada. El 5 de diciembre nos recordó la grandeza del voluntariado; hoy debería recordarnos que esa grandeza necesita estructura, compromiso y estrategia.

Si verdaderamente deseamos honrar a quienes entregan su tiempo, su energía y su corazón, debemos ofrecer más que palabras: reconocerlos, protegerlos, articularlos. Debemos transformar esa solidaridad en salud, en dignidad, en esperanza real. En un estado donde la esperanza suele viajar más lejos que los servicios públicos, un voluntariado responsable, organizado y profesional –una red colectiva– puede marcar la diferencia entre un gesto simbólico y un cambio profundo, duradero.
Por ello, en Fundación RedSalud Internacional estamos decididas a actuar: en nuestro plan estratégico 2026, junto con universidades y organizaciones de prestigio internacional, elaboramos una propuesta de valor compartido que aspira a concretar este compromiso. Diseñamos una plataforma tecnológica –RedSaludHub, acompañada de RedSaludMobile– para conectar causas, recursos y voluntades; crear redes de colaboración; monitorear necesidades reales; coordinar esfuerzos. Una herramienta para que la ayuda no sea casualidad, sino resultado de organización, planificación y corresponsabilidad.
El 2026 llegará con renovada energía. Venimos fortalecidas, convencidas de que este ideal solo tiene sentido si lo construimos juntos: voluntarios, organizaciones, instituciones y comunidades. Esta red somos todos. Todos somos Fundación RedSalud Internacional.
Porque la solidaridad sin estructura es apenas un gesto. Y la salud –la salud de quienes menos tienen, de quienes viven en zonas olvidadas– no puede esperar otro gesto simbólico más. Que esta no sea una campaña más: que sea el principio de una transformación.









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