Antes del Divo, el Dandy
- Redacción
- 12 jun
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BEATRIZ SANTOS
Hace unos días, por recomendación de un amigo que no se cansa de celebrar el mes del orgullo todo junio (y buena parte de julio también), vi Queer, la película de Luca Guadagnino. La vi con el mismo asombro como quien escucha una vieja canción que no sabía que recordaba.

En pantalla, un extranjero errante —cansado de habitarse— se arrastra entre bares húmedos, habitaciones tibias y miradas vagas. Un México apenas reconocible, envuelto en neblina y delirio.
Y mientras lo veía consumirse en esa ciudad extraña, pensé en alguien que no huyó ni se escondió de su propia ciudad: Salvador Novo.
Nació en 1904 en la Ciudad de México. Novo fue muchas cosas que hoy aún incomodan: homosexual, irónico, culto, vanidoso, directo, escandaloso y, sobre todo, evidente. Caminó por las calles rotas del centro histórico, entre el pringue y el fasto, entre el colonialismo y la modernidad. Pero no se ocultó. No se encerró en el armario, ni pactó con el silencio. Hizo de su deseo una forma de ver, de narrar, de habitar la ciudad.
Burroughs en México, intoxicado de sí mismo, escribe Queer con una lengua filosa y paranoica, como si no pudiera mirar sin imaginar una amenaza en las calles de una ciudad a la que llega a enjuagarse el crimen, el ardor prohibido, el miedo.
Novo, en cambio, transforma la mirada en caricia. Observa, anota, decora, ridiculiza y goza. Su prosa urbana no busca redención, encuentra el placer en el espectáculo del país herido. Donde Burroughs trasboca su extranjería, Novo se sirve a sí mismo con garbo y soltura.
La sed en Burroughs se roció con alcohol, sustancias, armas y huidas. En Novo se volvió tinta, ironía, pavoneo público. Uno escribe para exorcizar la culpa; el otro, para reírse del castigo.
Mientras Burroughs oculta su delito entre ficciones deformes, Novo asume la cicatriz como marca de estilo. El mexicano no fue mártir ni víctima. Fue testigo y cómplice. Hace un siglo de la publicación de su primer poemario.
Recorrió la ciudad como quien desliza las manos sobre una superficie llena de relieves confusos. Las crónicas de Nueva grandeza mexicana son una cartografía del goce y la crítica. Novo nombra las ruinas, los monumentos, las fondas y los jardines con la misma devoción con que otros nombran héroes o examantes. La ciudad es un cuerpo deseante, y él lo recorre con desparpajo amoroso.
Y se burla —o más bien, se mofa con petulancia— del barroquismo patriotero de Balbuena, de la solemnidad hueca, de la arquitectura como discurso imperial. Retoma y parodia ese barroquismo que adorna sin explicar, que oculta el vacío bajo el ornamento. Lo satiriza con una pluma perfumada y venenosa.
Novo hace visible lo oculto, pero sin la pretensión de la denuncia. No milita, deslumbra. No explica, insinúa. Y esa ambigüedad es política.
Su homosexualidad no es solo una declaración verbal, es aura total. Pero en su brillo hay desafío. El gesto amanerado, las cejas depiladas, la pose pública, son formas de insumisión. Un gesto puede ser tan subversivo como un panfleto, si incomoda lo suficiente.
Novo no se evadió. No necesitó cruzar fronteras para expresarse: cruzó la del pudor, la del canon, la del género, haciendo del espacio público su exilio al revés: una aparición constante.
En vez de esconder su inclinación, la exhibe en la vitrina de las letras, en la pantalla del televisor, en la silla de la academia. El México posrevolucionario construía una modernidad machista, mientras Novo se maquillaba para salir en la foto. No era disidente a pesar de su visibilidad, era incómodo precisamente por atreverse a ocupar el espacio público, llegando a conocerse incluso como “El poeta oficial del régimen” por su cercanía con estos círculos de poder.
No quería encajar, sino brillar. Y fue visible cuando el orgullo era “deshonra” o “una maldición transgeneracional”, no un desfile. La discreción era el último pacto que el sistema exigía. Novo rompió ese trato con una carcajada.
No se resignó al margen: se sentó en medio del salón. Habló, escribió, dirigió, presentó. Desde su peculiaridad, fundó un canon y una estética que, algunos años después, se haría parte de la cultura pop, como se vio en el Divo de Juárez, Juan Gabriel.
¿Y cómo no pensar en La estatua de sal? La autobiografía de Novo, escrita en los años cuarenta, pero publicada póstumamente en 1998. Un testimonio valiente de una vida no heterosexual en un país que exigía reserva a cambio de “tolerancia”. Novo no pidió permiso, no se encerró en un “matrimonio lavanda”: su homosexualidad la ostentaba como le venía en gana.
Miró de frente y caminó; no con culpa, sino con estilo, con pañoletas, pelucas o anillos colosales, si era necesario.
Burroughs disparó accidentalmente a su esposa y con unos cuantos dólares salió de Lecumberri. Novo disparó contra el tedio y la hipocresía en plena época posrevolucionaria donde la masculinidad era un dogma de Estado y se reforzaban los estereotipos del “macho mexicano”.
Uno escribió desde el exilio interior; el otro, desde la marquesina. Ambos sabían que el deseo es una transgresión, pero uno se escondió en el callejón y el otro encendió la lámpara de camerino.
Novo no escribió un manifiesto queer. Fue un manifiesto viviente hasta el 13 de enero de 1974, fecha de su fallecimiento. La crónica que se vestía de gala decía adiós a este mundo en su Ciudad de México. Una ciudad que se mira al espejo; se gusta y se escribe.
Tal vez sin proponérselo del todo, Novo fue una de las figuras en México que hizo posible que en un país donde aún se usurpan candidaturas reservadas para personas LGBTQ+ (reduciendo su participación política) sea posible celebrar el mes del orgullo todo junio (y buena parte de julio también) con abanicos, lentejuelas, memoria y Lady Gaga.
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