Cronica: San Roque y San Bartolomé en el Corazón de Tuxtla Gutiérrez
- Redacción
- 21 ago
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BEATRIZ SANTOS-EL SIE7E
Bajo el sol ardiente de agosto, cuando el aroma a pozol se confunde con el incienso y las flores de mayo, el Barrio de San Roque se despierta como un guardián de memorias en Tuxtla Gutiérrez.

Es 20 de agosto de 2025, y la Feria de San Roque y San Bartolomé avanza hacia su clímax del día 24, tejiendo un ritual que une cielo y tierra zoque en una danza de peregrinaciones, ramilletes y marimbas. Las calles empedradas resuenan con el eco de generaciones, mientras los joyonaqués —diversas flores cosidas en ramillete— se entregan a dos patronos que, además de santos, son símbolos de fortaleza y continuidad. La festividad es un relato vivo de identidad, un mural en movimiento donde el pulso del pasado dialoga con la prisa de lo moderno, un canto lírico a la pluriculturalidad chiapaneca y, al mismo tiempo, un reclamo contra el abandono que amenaza lo eterno.
Con más de tres siglos de historia, el Barrio de San Roque se alza como un oasis de tradición en la capital chiapaneca, que este año cumple 133 años de haber sido declarada capital en 1892. Surgido del antiguo Barrio de San Andrés —dos manzanas y una calle principal—, San Roque nació en una loma que fue panteón mayor hacia 1600. Las epidemias obligaron a sus pobladores a encomendarse a San Roque, protector contra la peste, cuya imagen se volvió faro de esperanza. Entre casas de barro, caña y teja, la vida comunitaria se sostuvo en la agricultura, los oficios y la memoria natural: guayas, chicozapotes, flores de mayo y bromelias pintaban un horizonte donde la naturaleza dialogaba con lo humano.
La herencia zoque, que se remonta al 500 a.C. en Coyatocmó —la antigua Tuxtla—, impregna todavía el pulso del barrio. Aquella civilización sedentaria, que floreció en torno al Grijalva con calzadas que representaban los cuatro rumbos del universo, dejó un eco de grandeza que resistió hasta el siglo VI. Más tarde llegaron los chiapanecas y los nahuas, dejando símbolos como el conejo sobre mandíbula que recoge el Códice Mendocino. San Roque, en esa encrucijada de memorias, sigue siendo puente entre el Tuxtla antiguo y la ciudad contemporánea, guardián de danzas, indumentarias y gastronomía zoque que resisten al paso del tiempo.
El barrio de San Roque posee la singularidad de contar con dos patronos: San Roque, peregrino que renunció a las riquezas y sobrevivió a la peste gracias a la fidelidad de un perro, y San Bartolomé, apóstol martirizado, patrono de carniceros y viñadores. Sus festividades comienzan el 8 de agosto, con el anuncio de la fiesta patronal en honor a San Roque, y alcanzan un punto entrañable el 14 de agosto, cuando los feligreses acercan a sus mascotas para recibir la bendición en reconocimiento a esa silenciosa labor de acompañar —o haber acompañado— a una persona o familia en su camino.
Las imágenes de los santos recorren las calles escoltadas por danzas zoques y vestimentas que enlazan lo indígena con lo cristiano. Ramilleteros de comunidades descendientes tejen joyonaqués y organizan talleres para preservar tan valiosa tradición. Los altares se engalanan con somés, portales de barrotes adornados con mazorcas, ponsoquís de pan, frutas, flores, trastes y utensilios domésticos, símbolos de la abundancia y de la vida cotidiana. El pozol fluye como un río comunitario en jícaras que pasan de mano en mano; diversas familias se preparan con anticipación para compartir esta bebida de maíz y cacao con la colectividad. Las largas filas que se forman para obtenerlo dan cuenta de su éxito en este caluroso verano. Y mientras todo ocurre, la marimba resuena jubilosa, con su vibración de madera y viento, marcando el pulso de una festividad que entrelaza memoria, identidad y alegría popular.
En el marco del aniversario de Tuxtla como capital, la ciudad, que de pueblo zoque se volvió metrópoli, debe su alma a barrios como el de San Roque. El Parque de San Roque, antes cementerio del siglo XIX, simboliza esa dualidad: entre Reforma y modernidad, entre tumbas y plazas, entre arquitectura zoque y edificios como el Instituto de Ciencias y Artes, hoy Secundaria del Estado. En sus casas aún laten costumbres que marcan el tiempo: el pozol compartido al mediodía, las coronaciones con flores o dulces en la víspera del “mero día” del cumpleañero, o los altares zoques levantados en memoria de quienes ya partieron.
Pero para preservar las tradiciones de un barrio se necesita tenacidad. En septiembre del año pasado, el Comité de Acción Ciudadana y los vecinos de San Roque se manifestaron contra una remodelación que pretendía talar árboles y levantar —por paradójico que suene— un domo de doce metros de altura en el parque. En febrero de 2025, el recién formado Comité de Defensa del Barrio de San Roque logró detener la obra, que no solo amenazaba la salud medioambiental, sino también la continuidad de la Biblioteca José Braulio Sánchez Constantino. Sin consulta previa, el proyecto fue percibido como un simulacro electoral. La comunidad, amparada en la Constitución y en la Ley General de Asentamientos Humanos, consiguió frenar el intento y reabrir la biblioteca con turnos dobles, devolviendo vida a un acervo donde dialogan la literatura chiapaneca y la universal.
Esa resistencia comunitaria es también una oración hecha cuerpo. Como sus santos patrones, el barrio sobrevive refugiado en la memoria y con firmeza no se doblega ante el suplicio de la negligencia institucional: enfrenta de pie la fiebre de la posmodernidad que no entiende —y menos aún busca entender— las raíces del lugar que hoy es hogar de muchos.
Aunque el comercio y la novedad han transformado la fisonomía de Tuxtla, apenas siete familias preservan danzas y recetas zoques, manteniendo un hilo que, aunque delgado, resiste al desgaste de las modas. San Roque no es solo un barrio: es manifiesto vivo de aquel Coyatocmó, Tōchtlān, Tuxtla de San Marcos y Tuxtla Gutiérrez que permanece aquí, sin migrar, sosteniéndose en sus cimientos. Preservarlo es acto de amor al origen, al cobijo, al lugar donde echamos raíces.
Mientras Tuxtla celebra sus 133 años, las festividades de San Roque y San Bartolomé nos recuerdan que el verdadero progreso no se mide en obras efímeras ni en tendencias importadas, sino en la capacidad de una ciudad para honrar sus orígenes y construir futuro con consulta real, no con imposición. El 24 de agosto, cuando la feria llegue a su fin, las ofrendas floridas y el pozol compartido volverán a recordarnos que la fiesta más grande no es la pirotecnia ni el baile, sino la entereza de un pueblo que sabe que preservación y porvenir no son antónimos.








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