Crónica: El retrato en el altar.El octavo día de mi abuelito
- REDACCIÓN
- 26 oct
- 4 Min. de lectura
BEATRIZ SANTOS

Hace unos días, la muerte visitó mi casa como un invitado inevitable, uno de esos que todos sabemos que llegará pero preferimos ignorar hasta que toca la puerta. Mi abuelo, un hombre mayor que en sus últimos años confundía mi rostro con el de mi madre o veía a mi abuela —fallecida dos décadas atrás— en algún rincón de la casa, partió una mañana soleada. Solía olvidar dónde estaba, mezclar anécdotas, como si el tiempo se hubiera convertido en un mosaico colorido dentro de su mente.
Ahora, en el altar que armamos para él, su fotografía ocupa el centro.
Es curioso: la existencia de alguien a quien amaste se reduce a sus cosas, sus gustos, la comida que le gustaba, lo que te enseñó… y sus imágenes. El retrato no es sólo una imagen; es su regreso comprimido en cuatro esquinas, la condensación de un ser en una superficie que ahora lo invoca. Observando su rostro mientras los cirios se consumían, comprendí que los altares de Día de Muertos son, en esencia, máquinas de memoria. Y la fotografía es su corazón.
Anualmente, los mexicanos nos dedicamos a celebrar esa existencia escarbando en la memoria, y el altar se convierte en la síntesis de lo que aún podemos materializar. Pero es la fotografía la que emerge como el último vestigio, el puente que personifica una voz, un aroma, un peso y una calidez que con el tiempo se diluyen en nitidez, aunque no en amor.
En la tradición mexicana del Día de Muertos, el altar —u ofrenda— es una composición efímera de elementos que invocan la presencia de los ausentes: velas que guían el camino, flores de cempasúchil que perfuman el aire con su aroma a tierra húmeda, la comida favorita que tienta al espíritu, el papel picado que danza con el viento y, en el nivel más alto, las fotografías de los difuntos que se alzan casi como banderas de la memoria. No son un detalle decorativo: son la señal de que ese ser tuvo cuerpo, historia, presencia.
El altar, entonces, es una arquitectura del retorno; la fotografía, su puerta.
La más moderna de las ofrendas llegó a revolucionar el paisaje ritual. Antes, la presencia del difunto se evocaba con objetos: su sombrero, su rosario, su rebozo. La imagen, sin embargo, trajo una virtualidad nueva: ya no sólo se recordaba, también se le veía. El ser amado dejó de ser únicamente un nombre o un eco: se volvió un rostro tangible. La fotografía inauguró el mecanismo de memoria que sostiene lo que se desvanece, convirtiéndose en el sostén de lo que ya es intangible. Y esa posibilidad de mirar lo que ya no está transformó a la imagen en mediadora entre dos mundos.
Roland Barthes en “La cámara lúcida” lo expresaba con crudeza: toda fotografía es un corte en lo vivo para perpetuar lo muerto, “la certificación de una presencia ausente”. Desde su nacimiento, la fotografía estuvo ligada a la muerte. En el siglo XIX, cuando la cámara era aún un artefacto misterioso y casi alquímico, surgieron las fotografías post mortem, retratos que buscaban retener la imagen del ser amado como último vestigio de su presencia. Los cuerpos eran vestidos, peinados y acomodados como si durmieran; la cámara cumplía el papel de testigo y consuelo. No se trataba de un gesto morboso, sino de un intento desesperado por resistirse al olvido, por fijar lo efímero.
La película Coco, de Pixar, supo captar esta dimensión con una claridad sorprendente. En ella, la fotografía es más que un recuerdo: es un pasaporte para cruzar el umbral. Solo quienes tienen su foto en la ofrenda pueden regresar al mundo de los vivos. Cuando la imagen desaparece, el alma queda atrapada en el olvido, condenada a una “segunda muerte”. Esta licencia poética traduce visualmente una verdad profunda: ser recordado es una forma de seguir vivo.
En Coco, el retrato es la evidencia de que el amor tiene forma visible, de que el rostro amado sigue perteneciendo aunque ya no respire. La película devuelve al público global una sabiduría que en México ha existido por siglos. El altar de muertos convierte esa herida en rito: lo que se perdió se reconfigura en ofrenda.
Cuando miro el altar y veo la fotografía de mi abuelo, entiendo que su rostro ya no es solo suyo: ahora pertenece a la familia entera, a la memoria colectiva que lo sostiene. Su sonrisa, antes privada, es ahora símbolo. En ese pequeño marco está contenido todo lo que fue y todo lo que falta. Quizá esa sea la verdadera revolución del retrato en los altares: haber transformado el duelo íntimo en presencia compartida, el vacío en superficie visible.
En polvo se convierten los cuerpos, sí, pero el rostro persiste: en píxeles, en pantalla, en papel.
El Día de Muertos no es un culto a la muerte, sino una celebración del archivo: la memoria colectiva de un pueblo que se niega a olvidar a los suyos y que, a través de un retrato, les otorga ciudadanía en el territorio de los vivos.
La cámara y el altar comparten el mismo propósito: suspender la pérdida. Por eso, cuando coloco su foto junto al agua y su infaltable café, siento que él no ha muerto del todo; sólo ha pasado a habitar otro tipo de imagen. Sonrío y me confundo también: no sé si lo estoy recordando o si él, desde ese pequeño rectángulo, me está reconociendo otra vez.







Comentarios