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Crónica: La morenita del Sur

  • REDACCIÓN
  • hace 5 minutos
  • 5 Min. de lectura

BEATRIZ SANTOS-EL SIE7E

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La historia de Chiapas siempre ha parecido avanzar con pies de volcán, hilando la devoción guadalupana con un velo que cubre heridas, identidades, tensiones políticas y deseos de reconciliación. En un territorio atravesado por montañas y valles, por significados que no siempre dialogan entre sí, cada sonido, sabor o imagen adquiere matices propios según el contexto, y la Virgen de Guadalupe no es la excepción. Emblema del poder colonial y también de la resistencia indígena; madre del orden conservador y madre de los marginados; estandarte de élites y refugio del pueblo. La historia guadalupana en Chiapas es en el fondo, el relato de un pueblo amalgamado por sus diversidades.

Para comprenderla hay que volver al principio: a Juan Diego Cuauhtlatoatzin, ese hombre de origen indígena con 57 años que no llegó al cristianismo como niño moldeable, sino como adulto formado en la cosmovisión de sus ancestros. En el relato del Nican Mopohua, San Juan Diego no es un mero mensajero pasivo, es quien confronta al poder eclesiástico para obligarlo a mirar al mundo indígena por mandato divino. Por eso, cuando abre la tilma y caen las rosas frente al obispo, le dice: “para que veas la señal que tú pedías… para que aparezca la verdad de mi palabra.” Cuando en 2002 Juan Pablo II lo canonizó, no solo canonizó a un hombre, reconoció simbólicamente la santidad indígena que él había llevado en su tilma a la Iglesia.

Juan Diego Cuauhtlatoatzin — “águila que habla”— no encajaba en la historia colonial, ni en la narrativa criolla del catolicismo, pero encajaba perfectamente en la memoria profunda de los pueblos originarios en Chiapas. Por eso, cada 9 de diciembre se celebra a San Juan Diego entre rezos, música de viento y consignas que mezclan tradición y resistencia.

A través de la Virgen de Guadalupe, Dios respalda a Juan Diego y fuerza al clero a inclinarse ante esa verdad. Él no acude al palacio episcopal para permanecer allí, sino para sacar al obispo y conducirlo al Tepeyac, santuario de Tonantzin, y a Cuautitlán, tierra de sus mayores. En ese gesto —hecho de rebeldía, diplomacia y sabiduría precolombina— se abrió la primera gran síntesis religiosa e indígena de México.

Ese gesto es el que atraviesa Chiapas desde hace siglos, aunque cada región lo ha interpretado a su modo. En la San Cristóbal de las Casas colonial, la Virgen fue entendida primero como una figura elevada en lo alto del cerro, como la ciudad misma: vigilante, jerárquica, ubicada por encima de los pueblos indígenas que en aquel tiempo, descendían sometidos por las estructuras de cargos y mayordomías. La iglesia de Guadalupe, levantada a finales del siglo XVIII se convirtió en emblema de la resistencia conservadora coleta frente a cualquier impulso de modernización. Su escalinata larga e imponente acentuaba la distancia entre la morenita y el pueblo: para alcanzarla había que subir, esforzarse, cruzar la frontera entre lo sagrado y lo humano. Desde allí, ya en el siglo XIX, San Cristóbal defendió su derecho a ser capital moral y política de Chiapas, mientras Tuxtla crecía como centro liberal.

Por otro lado, Tuxtla Gutiérrez siguió un camino distinto. La primera parroquia oficialmente documentada bajo el nombre “Nuestra Señora de Guadalupe” fue la tuxtleca, surgida en 1953 en un contexto urbano, liberal, zoque y mestizo.  Allí la Virgen no representó control, sino identidad comunitaria. No era símbolo de élites, sino de barrios. No miraba desde el cerro, sino desde la calle a nivel del pueblo. En la misma época en la que San Cristóbal defendía su conservadurismo, Tuxtla hacía de la virgen una insignia ciudadana, accesible, popular. En cierto modo, la Guadalupana tuxtleca fue la madre del proyecto liberal mexicano que finalmente convertiría a Tuxtla en capital.

Pero la historia siguió moviéndose. En 1994, el levantamiento zapatista cambió para siempre el sentido religioso y político de los Altos. El viejo orden perdió legitimidad y las comunidades indígenas recuperaron su voz como sujetos espirituales y sociales. La Virgen de Guadalupe ya no era la madre colonial, sino la madre de los desplazados, de los marginados, de quienes aguantan la violencia sistemática.

Aquella sacudida no quedó congelada en los noventa; abrió un proceso más largo, un reacomodo que siguió transformando parroquias, liderazgos y sensibilidades. De ese proceso surgieron voces proféticas que acompañaron a los pueblos en tiempos recientes, entre ellas la del sacerdote tzotzil Marcelo Pérez Pérez.

El padre Marcelo fue un referente en la búsqueda de la paz, la verdad y la justicia para Chiapas, activista por los derechos humanos y por la dignidad de las comunidades indígenas, su asesinato en 2024 sacudió moralmente a Chiapas. Y la Virgen de Guadalupe que él llevaba grabada en el corazón al oficiar misa, se volvió símbolo de duelo, denuncia y resistencia por mantener la fe y la esperanza aun en medio de situaciones dolorosas y desconcertantes.

Mientras tanto, en Tuxtla cada diciembre miles de peregrinos recorren una ruta de más de 80 kilómetros, de Villaflores a Tuxtla Gutiérrez, en una caminata que este 2025 cumple 60 años de historia. Familias enteras avanzan entre rezos, cohetes, cantos y cansancio hasta el templo de arquitectura religiosa mexicana influenciada en la “escuela tapatía”. De estructura geométrica, con colores vibrantes, y espacios abiertos, el templo está hecho para dar la bienvenida al flujo constante de peregrinos que se congrega cada 12 de diciembre para cantar “las mañanitas a la morenita” y coronarla con flores como acostumbran en la región zoque. La Guadalupana tuxtleca es vigorosa, urbana, moderna. Y, sin embargo, está unida a la del cerro por un misterio antiguo: ambas versiones continúan dialogando con el gesto fundacional de Juan Diego, el primer teólogo indígena cristiano de México.

En Chiapas, la Virgen de Guadalupe no es una sola. Es un espejo.

En San Cristóbal refleja tradición, lucha indígena contemporánea y memoria colonial. En Tuxtla refleja ciudadanía, mestizaje y el dolor antiguo del pueblo zoque. En ambas late la misma síntesis que Juan Diego inició hace casi 500 años: no renunciar a lo propio ni negar al otro, sino dialogar hasta construir un nuevo proyecto común que nos represente a todos sin negar nuestra singularidad.

Quizá por eso, en un estado que vive en “convulsión permanente”, como advirtió un jesuita recientemente, la Guadalupana sigue siendo uno de los pocos símbolos capaces de unir donde todo divide. En sus múltiples rostros Chiapas ha encontrado una madre que pertenece a todos y llega desde la montaña o el valle para recordarnos que la verdad, la justicia y el respeto es para todos, no importa lo pequeño que se considere a sí mismo. Una madre que sigue alentando a su pueblo buscar y luchar por su propia dignidad.

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