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Crónica ||Ámbar: la luz antigua que Chiapas entrega al mundo

  • REDACCIÓN
  • 5 ago
  • 5 Min. de lectura

BEATRIZ SANTOS

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El 30 de julio de 2025, al pie del Monumento a la Revolución, la XXVIII Expo Ámbar Chiapas abrió sus puertas bajo lonas blancas. El calor húmedo se pegaba a la piel y hacía pesado el aire. Sobre las mesas, y pese al modesto montaje y los estands sin identidad visual destacada, el ámbar brillaba con luz propia, como si en cada pieza aún ardiera el bosque primitivo de donde nació. México volvía a presumir su patrimonio milenario, aunque a ratos pareciera olvidar las manos que trabajan esta joya, las familias que la han pulido durante generaciones, mucho antes de ferias, discursos o flashes de inauguración.

La escena era una postal conocida: funcionarios alineados para la foto, discursos sobre identidad y riqueza cultural, aplausos de ocasión. Estaban ahí Marisol Urbina Matus, directora del Instituto Casa de las Artesanías; el presidente municipal de Simojovel, Inocencio Agenor Domínguez; legisladores chiapanecos; y, como una sombra incómoda, el senador José Manuel “Pepe” Cruz Castellanos, señalado más por los escándalos de desabasto y corrupción en el sistema de salud chiapaneco que por algún compromiso real con las comunidades ambareras. Contraste doloroso: se aplaude el arte de comunidades que se dejaron sin medicinas ni atención médica suficiente. Realismo trágico a la mexicana: se presume un patrimonio que en la práctica se descuida.

Pero el ámbar estaba ahí, verdadero protagonista, más allá de los discursos.

El ámbar chiapaneco no es cualquier piedra: es resina fosilizada con 23 millones de años de antigüedad —confirmado por estudios científicos— formada en los bosques tropicales del Mioceno.

A veces encierra insectos, hojas o diminutas burbujas de aire de un tiempo perdido; otras veces es limpio y profundo, como miel pura detenida en el tiempo.

No siempre revela fósiles, pero siempre guarda memoria.

Cada fragmento es un fósil que se puede tocar, una cápsula natural donde la historia del planeta quedó atrapada y que hoy se transforma en joya.

Antes de ser comercio o diseño, el ámbar fue símbolo sagrado. Para los pueblos mayas, era amuleto protector, medicina para el alma y ofrenda ceremonial. Entre los mexicas, se convirtió en tributo valioso, objeto de intercambio y talismán contra el mal de ojo.

Como otras piedras preciosas, formaba parte de rituales de paso y conexión con el mundo espiritual: fragmentos de luz que acompañaban a vivos y muertos. Su destino actual —convertirse en colgante, rosario, anillo o escultura— es la prolongación de esa relación íntima entre naturaleza, tiempo y cultura.

Hoy, Chiapas es la única región de México con producción significativa de ámbar, principalmente en Simojovel y alrededores. Se estima que unas 4,500 familias viven directa o indirectamente de él. Pero más allá de la cifra, el ámbar es un oficio heredado: los llamados ámbareros no solo trabajan la resina, la escuchan, la entienden, viven con y alrededor de ella.

Su conocimiento no proviene de manuales, sino de la observación paciente, del pulso afinado y del legado familiar. En sus manos, un fragmento sin forma se vuelve historia portátil, diseño contemporáneo, símbolo identitario. Cada pieza tiene detrás horas de trabajo y generaciones de aprendizaje transmitido como un secreto de sangre.

La Expo buscaba ser escaparate de ese patrimonio, pero también mostró las contradicciones del país que lo alberga.

Desde el año 2000, el ámbar chiapaneco tiene denominación de origen; desde 2019 existe una Norma Oficial Mexicana que exige etiquetado y autenticación. Y, sin embargo, en la práctica, la protección es frágil.

No hay registro específico que blinde a Simojovel como cuna del ámbar mexicano, lo que deja la puerta abierta a apropiaciones comerciales en mercados internacionales, especialmente en China, su principal comprador. La presencia de imitaciones plásticas y piezas sin trazabilidad resta valor al trabajo legítimo de los artesanos.

La cadena que lleva el ámbar de la tierra a la joyería está llena de vacíos.

Aunque en esta feria los protagonistas son los artesanos, detrás de muchas piezas hay comunidades que extraen el material en condiciones precarias: sin contratos, sin seguridad social, sin atención médica adecuada.

Las enfermedades respiratorias, las lesiones musculares y los accidentes en minas de extracción artesanal no regulada son parte de una realidad poco visible fuera de estas comunidades.

En hospitales cercanos a las zonas productoras, la carencia crónica de medicinas y servicios —agravada por años de corrupción en el sector salud— ha dejado cicatrices profundas. Y, sin embargo, este oficio persiste, sostenido por la dignidad de quienes trabajan para que el ámbar llegue limpio, brillante y tallado a una vitrina o a un cuello.

El ámbar no es solo joya. Es fósil, patrimonio biocultural y pieza arqueológica.

En cada fragmento hay vestigios de la vida que habitaba Chiapas millones de años atrás, un archivo natural de especies extintas y ecosistemas desaparecidos.

Su valor científico lo vuelve un objeto de estudio único en el mundo, capaz de contar la historia de la Tierra misma.

Su valor cultural lo convierte en emblema de identidad para el estado de Chiapas, tan importante como una lengua originaria, una danza o un textil tradicional.

Y su valor artístico lo eleva a obra contemporánea: los diseños actuales dialogan con la moda, el arte y la escultura, llevando la memoria prehistórica a un lenguaje visual contextual.

Pero mientras esa luz antigua viaja a ferias internacionales y se exporta al extranjero, en casa la protección y la retribución siguen siendo insuficientes.

Muchos artesanos dependen del regateo y del flujo desigual de visitantes en ferias como la de este año, donde la incertidumbre marcaba las jornadas.

A esto se sumaba la falta de soporte en la organización: la expo se extendía de 10:00 a 20:00 horas, sin amenidades ni apoyos logísticos que ayudaran a mitigar las inclemencias del tiempo o los “tiempos muertos”, lo que hacía más pesada la jornada.

Las autoridades hablan de “patrimonio cultural” pero olvidan traducir esas palabras en políticas públicas sostenidas: espacios dignos, precios justos, promoción constante, salud y seguridad laboral para quienes hacen posible que el ámbar exista en el mercado.

La feria cerró este 4 de agosto, con menos ruido del que se hizo en su atropellada inauguración —prevista según publicidad oficial del 29 al 3 y movida a última hora, un cambio que solo se reflejó en los gastos de los expositores—.

Los funcionarios se fueron, las cámaras también. El ámbar volvió a Chiapas, a los talleres donde seguirá siendo tallado, pulido, convertido en joya y en memoria portátil.

Lo que quedó flotando fue la paradoja de un país que presume su patrimonio más allá de sus fronteras mientras descuida a las manos que lo sostienen.

El ámbar chiapaneco es mucho más que un accesorio de moda. Es luz fosilizada, es archivo de la Tierra, es símbolo espiritual y cultural, es arte vivo, es un acto de resistencia y dignidad de miles de artesanos que, con herramientas y saber profundo, convierten millones de años en belleza tangible.

Quizá algún día México comprenda que proteger el ámbar es proteger un legado, una memoria colectiva y a las personas que la mantienen encendida.

Hasta entonces, su brillo seguirá siendo un espejo incómodo: muestra lo mejor de nuestra historia natural y cultural, y a la vez, lo mucho que aún nos falta para honrarlo de verdad.

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