Del vientre al mural. Arte, partería y dignidad en México
- REDACCIÓN
- 29 ago
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BEATRIZ SANTOS

Cada 31 de agosto, inspirado en el santoral, se conmemora el “Día Internacional de la Obstetricia y de la Embarazada”, fecha que resuena como un latido en honor a San Ramón Nonato: el santo catalán del siglo XIII, extraído del vientre de su madre ya fallecida, patrono de las gestantes que enfrentan el umbral entre vida y muerte. En México, el arte —desde retablos coloniales hasta lienzos modernos— ha inmortalizado el embarazo, el parto y el papel de comadronas y obstetras, al tiempo que denuncia cuando el sistema público de salud abandona a las mujeres, negándoles la dignidad de un nacimiento seguro.
San Ramón Nonato habita en retablos populares del Bajío y el centro-sur del país, pintados en hojalata en los siglos XIX y XX. En estas piezas, mujeres agradecen partos milagrosos: un alumbramiento salvado bajo la sombra de la Virgen de Guadalupe, un bebé que respira tras un trance de peligro. Estos exvotos son crónicas visuales de la fe y la obstetricia popular, donde las acompañantes del alumbramiento —herederas de la tlamatlquiticitl nahua, la “mujer sabia en partos”— emergen como figuras centrales. Allí, el arte mexicano entrelaza lo indígena y lo barroco, inmortalizando el nacimiento como rito cósmico.
Tlazolteotl, diosa mexica de los partos, tallada en basalto en cuclillas, simboliza el parto como batalla: la mujer que muere se eleva a cihuateteo, guerrera divina. Estas esculturas hablan de comadronas que no solo asistían alumbramientos, sino que guiaban espiritualmente a la comunidad.
La literatura también amplifica esta narrativa. Desde Sor Juana, que celebró la gestación sagrada de María, hasta Rosario Castellanos, que en Se habla de Gabriel (1972) desmitifica la maternidad como agotamiento y contradicción, la palabra mexicana revela la dimensión corporal y social del parto.
El arte moderno retoma la obstetricia con una mirada visceral. Frida Kahlo, en Henry Ford Hospital (1932), pinta su cuerpo desgarrado tras un aborto: una cama industrial cercada por símbolos de pérdida —un feto flotante, un útero herido—, un grito pictórico que expone el dolor ginecológico y la soledad frente a la frialdad médica. En Mi nacimiento (1932), se autorretrata emergiendo del vientre de su madre muerta, evocando tanto su duelo personal como el de una maternidad imposible.
Frida pintó esta obra tras la muerte de su madre y en medio de abortos fallidos. Allí, entrelazó el dolor de un hijo que ve partir a su madre con el de una madre que ve partir a sus hijos —pues llamaba a su hijo nonato “el pequeño Dieguito”— en un mismo hilo rojo: el hilo de la vida.
María Izquierdo y Diego Rivera también plasmaron la maternidad: ella, en Maternidad (circa 1944), retrata a una madre cansada y sin idealización; él, en los murales del Hospital de la Raza, integra a las madres campesinas como parte del relato de una nación obrera.
En el tapiz cultural mexicano, las sabias del nacimiento no solo tejen la vida, encarnan una sabiduría ancestral que resuena como latido fundacional de la identidad nacional. En el México actual, exposiciones como “Partería tradicional: vida, cultura y territorio” (Secretaría de Cultura, 2024) reivindican este legado, mostrando fotografías y relatos que elevan la partería a un arte performativo: manos diestras que combinan herbolaria, rebozos y rituales de acompañamiento comunitario.
El don de las acompañantes del alumbramiento se reconoce como mandato divino. Su saber, transmitido oralmente, constituye un acervo invaluable: masajes para prevenir desgarros, posiciones verticales que facilitan el parto, recursos naturales para complicaciones. Conocimientos que todavía hoy suplen las carencias de un sistema de salud que no llega a todas las mujeres.
Desde 2015, la Organización Mundial de la Salud y Unicef recomendaron a México fortalecer la partería. Sin embargo, una década después, organizaciones como Nich Ixim (“flor de maíz”), denuncian que persiste la discriminación. La reforma del 26 de marzo de 2024 impone un modelo que no reconoce sus saberes ni sus formas de atención, e incluso impide que los niños nacidos bajo su cuidado accedan a un acta de nacimiento. Así, las guardianas del umbral quedan relegadas a simples canalizadoras hacia hospitales, espacios donde las mujeres muchas veces no encuentran ni una cama ni la atención adecuada.
Las consecuencias son visibles y trágicas. En 2025, en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, una mujer indígena fue rechazada en el Hospital Materno Infantil y dio a luz en pleno parque central. Ese mismo año, en Tlajomulco, Jalisco, otra mujer parió frente a la Clínica 59 del IMSS; su bebé murió. En 2023, en Minatitlán, Veracruz, una banqueta hospitalaria se convirtió en sala de alumbramiento.
Estos casos, como exvotos trágicos, retratan un sistema de salud pública que, a pesar de esfuerzos oficiales, sigue excluyendo a las más vulnerables. Y que además limita a las sabias del nacimiento a un papel de espectadoras, negando a las mujeres su derecho a dar a luz con dignidad.
Del vientre de Tlazolteotl a los lienzos de Frida, de los retablos a los murales obreros, la condición materna en México ha sido canto y herida. Hoy, ese legado exige que la obstetricia deje de ser crónica de exclusión y se convierta en un derecho tangible: alumbrar sin miedo, nacer sin injusticia. Si cada nacimiento es un acto de creación, México tiene la oportunidad de reinventarse en cada parto. Que el Día de la Obstetricia no sea un ritual vacío, sino un recordatorio de que un país que no protege a sus madres se condena a la orfandad. La justicia, como la vida, también debe ser parida.







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