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El Papel Cultural de Chiapas en la Definición de México

  • REDACCIÓN
  • 19 sept
  • 5 Min. de lectura

BEATRIZ SANTOS

EL SIE7E

El 14 de septiembre de 1824, Chiapas tomó una decisión trascendental que definiría su futuro: la incorporación a México. Más allá de las disputas históricas y los beneficios económicos, la unión de Chiapas con el resto de la nación forjó una simbiosis cultural que enriqueció de manera incalculable la estética y las identidades mexicanas. La integración de Chiapas no fue solo un movimiento territorial, sino un encuentro de civilizaciones que infundió en el alma nacional una paleta de colores, sonidos y saberes milenarios que hoy más que nunca, definen la riqueza de México.

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La contribución cultural de Chiapas a México se manifiesta con una elocuencia incomparable en sus textiles. No son meros objetos utilitarios: son narraciones hechas hilo. Cada telar de cintura, técnica ancestral que resiste desde épocas mayas, preserva la memoria y la cosmovisión de los pueblos originarios. Los símbolos tejidos en los Altos de Chiapas evocan los ciclos del tiempo, la dualidad de la vida, la flora, la fauna y los mitos fundacionales. Cada pieza es, en sí misma, un archivo vivo de saberes transmitidos de generación en generación.

La influencia española, que llegó con la Colonia, no borró esta tradición, sino que la transformó y enriqueció. El bordado de Chiapa de Corzo, por ejemplo; evolucionó de diseños sencillos en telas de algodón blanco a los vibrantes y elaborados trajes de fondo negro que hoy son emblema de la mujer chiapaneca. Esta transformación, impulsada por la creatividad y la arrechura —efervescencia entusiasta— de las mujeres de la región, culminó en el traje de 20 vuelos y flores exuberantes que popularizó Amalia Hernández a través del Ballet Folclórico de México, convirtiéndolo en un ícono nacional e internacional.

La evolución del traje de chiapaneca, con su fondo negro y flores encendidas, también ilustra cómo Chiapas ha dialogado con México y el mundo. Hoy este traje no solo engalana con su belleza “la fiesta grande”, sino que además se ha vuelto la vestimenta predilecta en fechas patrias y durante las celebraciones de “Día de Muertos”. Este proceso demuestra cómo el arte y la estética chiapaneca tienen una notable capacidad de adaptación y síntesis, fusionando lo propio con lo foráneo para crear algo completamente nuevo y profundamente mexicano.

Si los hilos narran la cosmovisión, la arcilla guarda la intimidad con la tierra. En Amatenango del Valle, las mujeres tseltales moldean cántaros, ollas y figuras zoomorfas que parecen latir. No se trata de simples objetos, cada pieza concentra la sabiduría de transformar tierra en formas, barro en poesía. El ciclo es vital y simbólico, la pieza nace del suelo y a él regresa. La obra de artesanas como Juana Gómez Ramírez, reconocida en espacios internacionales, muestra cómo el barro local puede dialogar con la cerámica contemporánea global sin perder su raíz. Es un arte que es al mismo tiempo terruño y horizonte.

Si la arcilla nos recuerda la intimidad con la tierra, los murales de Bonampak nos elevan hacia el cielo y los dioses. Entre barro y pigmentos, Chiapas teje un diálogo entre lo terrenal y lo sagrado. Los murales de Bonampak, ocultos durante siglos en la selva Lacandona, son un testimonio insuperable de la creatividad maya. Pintados en el siglo VIII, sus escenas muestran ceremonias, batallas y danzas con una fuerza cromática que todavía hoy asombra. Hablan en presente; narran la vida, la muerte, la organización social, los rituales del poder y del pueblo.

Bonampak como vestigio arqueológico recuerda que el arte ha sido siempre parte esencial de la vida en Chiapas. Allí, en esos pigmentos aún vibrantes tras doce siglos, late la misma pulsión que mueve hoy a un pintor o pintora chiapaneco. El pasado no es decoración turística, es semilla que germina en las prácticas actuales.

Esa semilla también floreció en el terreno político y contestatario con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Surgida tras el levantamiento de 1994, la estética zapatista ha dado a México un nuevo rostro visual de la resistencia. Sus murales colectivos, su gráfica de lucha y sus símbolos han fusionado la cosmovisión indígena con una crítica radical al capitalismo y al colonialismo. Se trata de un arte insurgente que sin renunciar a sus raíces, proyecta un horizonte emancipador.

La sonoridad del estado también ha dado a México uno de sus símbolos más reconocibles: la marimba. Su origen se pierde entre África y Mesoamérica, pero fue en Chiapas donde halló su reinvención definitiva. El artesano Corazón Borraz, en 1897, creó el doble teclado cromático que transformó para siempre al instrumento. Desde entonces, la marimba dejó de ser acompañamiento popular para convertirse en orquesta de maderas capaz de ejecutar complejas composiciones.

El sonido de la marimba es festivo y nostálgico a la vez. Evoca plazas donde las familias se congregan, pero también la melancolía de la tierra recordada desde la distancia. Su vibración se volvió parte del repertorio sonoro de la nación, confirmando que lo chiapaneco late en la música mexicana tanto como el mariachi o el son jarocho.

Y qué decir de la poesía hecha canción. Entre la extensa lista de compositores nacionales, los chiapanecos Jorge Massías y Alberto Domínguez Borrás han dejado una huella imborrable en el cancionero mexicano. Con letras que abordan el amor, el desamor y la nostalgia, sus creaciones no se volcaron hacia la bravura campirana ni hacia el cosmopolitismo teatral, sino hacia la vulnerable intimidad humana. Prefirieron la súplica sencilla, pero universal, y en ello radicó el éxito global de sus composiciones.

Obras como “Perfidia” o “Frenesí”, de Alberto Domínguez, y “Nube viajera” o “Niña amada mía”, de Jorge Massías, se convirtieron en himnos de la canción popular, interpretados por artistas de renombre mundial. Todas ellas nacen del murmullo confesional de quien oscila entre la ternura y el sufrimiento.

Si algo distingue a los compositores chiapanecos es su estilo pasional, melancólico y cósmico: un canto que renuncia a la épica y se adentra en la fragilidad del alma, dejándola expuesta. Cantan a lo ausente, a lo intangible, y a veces erotizan ese vacío con un lirismo refinado. La impronta de Chiapas en sus canciones imprime una atmósfera nostálgica, marcada por una sinceridad emocional desbordante que se filtra en la vida cotidiana del estado.

Chiapas con sus textiles, su barro, su música y sus murales, ha dado a México una manera de mirar y de sentir. Incorporarse a la nación no significó diluirse, sino expandir la noción de lo mexicano hasta abarcar la riqueza de su selva y sus montañas. Lo chiapaneco es hoy inseparable de lo mexicano; sin sus colores, sin sus notas, sin su barro y sin sus símbolos, el retrato de México estaría incompleto.

Conmemorar los 201 años de la anexión de Chiapas no debería reducirse a un ritual cívico. Es una ocasión para reconocer que la nación se nutre, no de decretos políticos, sino de expresiones culturales. El verdadero cimiento de México no son los tratados ni las fronteras, sino el arte que sus pueblos han sabido crear. Cada 14 de septiembre se confirma que aquella incorporación fue una entrega de belleza, memoria y futuro al corazón mismo de la nación.

Reconocer a Chiapas es reconocer a México mismo. Porque en cada hilo, en cada nota de la marimba, en cada trazo de Bonampak y en cada verso de sus canciones, palpita una verdad ineludible: la mexicanidad no se entiende sin Chiapas, y ese lazo es ya, para siempre, inquebrantable.

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