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Trump arremete contra México

  • EDITORIAL
  • hace 4 horas
  • 4 Min. de lectura

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El presidente Donald Trump arremete nuevamente contra nuestro país al asegurar que “México está dirigido por cárteles y tenemos que defendernos”. Estas declaraciones las realiza en un contexto de crecientes acciones militares de Estados Unidos en el Caribe, a la par de la amenaza de invadir Venezuela con el pretexto de combatir el tráfico de drogas realizado por el presunto Cártel de los Soles. Las autoridades estadounidenses acusan al cártel de contar con el respaldo del gobierno Venezolano y estar conformado por funcionarios venezolanos. 1 Para contrarrestar estas narrativas de carácter intervencionista y desestabilizador, es fundamental afirmar con claridad que México no está gobernado por “cárteles”. Esto implica reconocer que las decisiones públicas no son tomadas por delincuentes, sino por un aparato gubernamental que, aunque opera con deficiencias, continúa orientado a la administración de los recursos públicos y a la prestación de servicios esenciales como la educación y la salud. Tales deficiencias responden, en gran medida, a dinámicas de corrupción sistémica, y no necesariamente a la injerencia directa de los grupos delictivos organizados. De igual manera, México no es un “narcoestado” donde todas las instituciones tienen como fin último encubrir el tráfico de drogas y todas las personas funcionarias del país forman en alguna medida parte de las redes de tráfico de drogas. Con esto no deseo minimizar el problema ni la extensión de la influencia de que las organizaciones criminales mexicanas tienen en los funcionarios de gobierno, sino poner el problema en su justa perspectiva. Como he explicado en otros textos, la estrategia de supervivencia de las organizaciones mexicanas pasa por el control territorial, esto es, la búsqueda del monopolio de las actividades criminales y control de las actividades políticas y económicas que consideren necesarias para su fin último, que es la extracción de recursos monetario. En particular, como menciona el investigador Luis Astorga, el tráfico de drogas nació a la sombra del poder político, lo que implica que funcionarios brindaron a productores y traficantes de drogas la protección necesaria para que realizaran sus actividades mientras que recibían una compensación económica por ello. Aquí, el poder político controlaba el negocio del tráfico de drogas desde las sombras mientras que a la luz pública mantenían un discurso de probidad y de combate al narcotráfico y a la corrupción. Este esquema se mantuvo hasta el último cuarto del siglo XX, donde las transformaciones experimentadas en el campo del tráfico de drogas en el país, como la desaparición de la Dirección Federal de Seguridad –institución que fungía como un intermediario entre autoridades y delincuentes– y la guerra contra las drogas modificaron las correlaciones de poder entre políticos y delincuentes: ahora el poder político es el que se encuentra sometido por la delincuencia. En este nuevo esquema, los delincuentes corrompen, cooptan, amenazan o buscan presionar a autoridades con el fin de establecer las condiciones necesarias para realizar sus actividades. A los grupos delictivos no les interesa sustituir al gobierno, sino únicamente cooptar aquellos espacios de decisiones que les permita evadir la justicia, continuar el negocio y expandir sus ganancia. Por eso es común ver sus influencias en temas de seguridad, o en ámbitos donde haya ejercicio del presupuesto y recursos, por ejemplo, como obras y transporte de bienes. Ejemplos recientes de este fenómeno sobran: tenemos un exsecretario de seguridad estatal, Hernán Bermúdez Requena, quien es acusado de ser líder del grupo criminal conocido como La Barredora, aliado del Cartel Jalisco Nueva Generación. O la detención del vicealmirante de la marina Manuel Roberto Farías Laguna, por presuntamente ser parte de una red de tráfico de hidrocarburos, conocido popularmente como huachicol, actividad que igualmente se realiza a gran escala con apoyo del Cartel Jalisco Nueva Generación. Ambos representantes de distintos órdenes de gobiernos que, ya sea por voluntad propia o bajo amenazas, terminaron por formar parte de esquemas de delincuencia organizada. Ante estos casos, es comprensible que haya personas que lleguen a pensar que el país está gobernado por delincuentes. Pero aunque no tenemos un gobierno dirigido por delincuentes, tenemos un gobierno y una sociedad asediada por la delincuencia. A esta situación se suman decisiones gubernamentales que resultan, cuando menos, difíciles de comprender. Si se ha sostenido que las redes delictivas alcanzan las más altas esferas del poder político, resulta llamativo que, en los últimos siete años —que abarcan el sexenio anterior y lo que va del actual—, no se hayan registrado detenciones de alto perfil político por delitos relacionados con la delincuencia organizada. El régimen ha extendido un manto de protección sobre sus correligionarios políticos, evitando la rendición de cuentas por sus presuntos vínculos con redes criminales y su posible implicación en casos de alto perfil. Ejemplos de ello son el senador y exgobernador de Tabasco, Adán Augusto López Hernández, señalado por su relación con Hernán Bermúdez; el exgobernador Cuauhtémoc Blanco, quien dejó a su estado bajo el control de la delincuencia y fue fotografiado junto a líderes criminales, y Rubén Rocha Moya, acusado de haber participado en la extracción de Ismael “El Mayo” Zambada y en el asesinato del exrector de la Universidad Autónoma de Sinaloa, Héctor Melesio Cuén. Por otra parte, esta protección a miembros del partido en el poder muestra una falta de voluntad por llegar al fondo del problema que es la habilitación que ha existido desde el poder político de las agrupaciones criminales en México. Nuevamente, acciones que son difíciles de comprender y solo nos llevan a pensar mal. Dicen que si camina como pato y grazna como pato seguro es pato; para el actual gobierno debe ser prioridad el realizar acciones firmes y contundentes que vayan enfocadas a demostrar que México no es un “narcoestado” y que no está dirigido por delincuentes, aunque efectivamente no lo seamos. De lo contrario, el país continuará siendo vulnerable a la retórica intervencionista del vecino del norte, sin contar con los argumentos ni la autoridad moral necesarios para defenderse.

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