El clima cambia, la vulnerabilidad crece para la mujer
- EDITORIAL
- hace 47 minutos
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Es temporada de huracanes y el miedo está latente. El recuerdo de Otis, que hace casi dos años dejó daños por más de 84 mil millones de pesos en Acapulco, es un crudo recordatorio de nuestra creciente vulnerabilidad. Sin embargo, es fundamental insistir en que huracanes, lluvias o sismos son fenómenos naturales, no desastres en sí mismos. Un desastre no es natural, y más bien ocurre cuando estos fenómenos impactan en comunidades en situación de vulnerabilidad por pobreza, desigualdad, infraestructura deficiente o falta de preparación.
En este contexto, es crucial advertir que los desastres tienen un impacto diferenciado, y son las mujeres y las niñas quienes enfrentan las peores consecuencias. Ignorar la perspectiva de género en la gestión integral de riesgos -especialmente ante una crisis climática que hará estos eventos cada vez más frecuentes- no es solo una omisión, es una falla estratégica que nos condena a repetir ciclos de devastación y desigualdad. No podemos seguir hablando de desastres sin enmarcarlo en la crisis climática global. El informe Estado y perspectivas del cambio climático en México de la UNAM es contundente: la temperatura media en nuestro país ha aumentado 1.69°C desde principios del siglo XX, una cifra superior al promedio mundial de 1.23°C. Este calentamiento acelerado se traduce en fenómenos hidrometeorológicos más frecuentes e intensos: sequías más largas, lluvias torrenciales y huracanes que, como Otis, se intensifican en cuestión de horas.
México, por su ubicación geográfica, está expuesto a una amplia gama de amenazas naturales. Pero la vulnerabilidad no es solo geográfica, también es social. Son las condiciones de pobreza, la falta de acceso a servicios básicos y la marginación las que convierten un fenómeno natural en un desastre social. En 2023, los desastres en México costaron 88,910 millones de pesos, equivalentes al 0.3 % del PIB de ese año, según datos del Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred). Este costo representa infraestructura dañada, pero lo más importante es que significa vidas trastocadas y futuros comprometidos. Los desastres afectan a los grupos más vulnerables y de manera específica, las mujeres enfrentan un doble lastre: además del evento catastrófico, asumen la carga desproporcionada de trabajo doméstico y de cuidados para proteger a niñas, niños, personas ancianas y enfermas. Durante y después de la emergencia, son ellas quienes suelen gestionar los recursos limitados, la búsqueda de agua y alimentos, y se encargan de la reconstrucción emocional y material de sus familias y comunidades.
La condición de género las expone a mayores riesgos. La pérdida de la vivienda, la doble carga de trabajo y la reducción de su autonomía económica, las empujan a un ciclo vicioso de pobreza del que es difícil salir. La destrucción de la infraestructura de salud afecta de manera particular su salud sexual y reproductiva, debido a la interrupción de la atención ginecológica, obstétrica y prenatal. Además, la precariedad de los albergues y la desorganización post-desastre incrementan su vulnerabilidad a la violencia de género, acoso y abuso sexual. A pesar de ser las más afectadas y las principales agentes de recuperación, su voz rara vez es escuchada en los comités de protección civil o en las mesas donde se toman las decisiones sobre la reconstrucción.

Las políticas públicas actuales en materia de protección civil y gestión de riesgos han avanzado, pero siguen con una ceguera de género. Los planes y programas sí mencionan de manera general la necesidad de atender a “grupos en situación de vulnerabilidad”; sin embargo, en la práctica, los programas de protección civil rara vez integran de forma explícita la perspectiva de género. Se asume una neutralidad que en la práctica perpetúa la desigualdad.
Para romper este paradigma, es urgente transitar de la retórica a la acción concreta. El primer paso es la generación de datos. Necesitamos estadísticas desagregadas por sexo que vayan más allá de la información cualitativa. ¿Cuántas de las viviendas dañadas estaban encabezadas por mujeres? ¿Cómo afectó el desastre sus fuentes de ingreso? ¿Qué porcentaje de los apoyos para la reconstrucción llega efectivamente a ellas? Sin datos duros, cualquier política pública es un disparo a ciegas.
En segundo lugar, es imperativa una coordinación interinstitucional efectiva. La perspectiva de género debe ser un eje transversal que articule los esfuerzos de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, el Cenapred, la Secretaría de Bienestar, y los gobiernos estatales y municipales. Esto implica capacitar a funcionarios en todos los niveles, diseñar protocolos de atención con enfoque de género y garantizar que los recursos se distribuyan de manera equitativa. Finalmente, se debe garantizar la participación activa y significativa de las mujeres en todas las fases de la gestión de riesgos: desde el mapeo de vulnerabilidades y la prevención, hasta la respuesta a la emergencia y el diseño de la reconstrucción. Sus conocimientos sobre la comunidad, las redes de apoyo y las necesidades específicas son un recurso invaluable que estamos desperdiciando.
Integrar la perspectiva de género no es una concesión ni una agenda secundaria. Es un imperativo de justicia socialy una condición indispensable para construir un México verdaderamente resiliente. Un país que protege a todas y todos por igual, y que entiende que nuestra fortaleza colectiva depende de la seguridad y el bienestar de cada uno de sus habitantes.