Personas indígenas víctimas de desaparición forzada
- EDITORIAL
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En México, muchas familias hemos aprendido a vivir con ausencias difíciles de dimensionar. Nuestros seres queridos fueron un día arrebatados del hogar, de una calle, de una oficina o una carretera, para ser víctimas de la desaparición, un crimen ordenado y ejecutado por actores que operan con total impunidad en un país donde la justicia es, además de ciega, sorda y muda. Según la Comisión Nacional de Búsqueda, hasta junio de este año 2025, la cifra estimada era de 129,535 personas desaparecidas y no localizadas. Por su parte la Red LUPA, contabiliza 128, 064 personas, de las cuales el 76.82 % se trata de hombres, el 22.85 % son mujeres y el 0.33 % indeterminado. No obstante, más allá de las cifras, recordemos que cada persona desaparecida es integrante de una familia, de círculos de amistades y laborales, de una comunidad que pierde un hilo importante de su red. Entre las grandes ausencias es crucial mencionar a las personas indígenas, quienes, luego de ser desaparecidas, además de no ser vistas en sus casas o comunidades, tampoco son vistas en las estadísticas, pues ha sido difícil establecer el número de personas indígenas víctimas de desaparición forzada, ya que son invisibilizadas en los formatos de denuncias y búsqueda de personas. La mayoría de estos documentos carecen de un apartado para especificar el pueblo indígena o la cultura originaria a la que pertenecen, o si hablan alguna lengua indígena. Por otro lado, cuando se trata de víctimas en el periodo de contrainsurgencia es comprensible que, dadas sus circunstancias de lucha en la clandestinidad, tuviesen que ocultar su propio origen por cuestiones de seguridad. Hoy incluso para sus propias familias ha sido complejo reivindicar la cultura o lengua de las víctimas, por el temor de sumar el racismo a la discriminación que ya de por sí sufren, al ser cuestionadas sobre las actividades de su familiar desaparecido, preso o asesinado. Desde la creación del Estado mexicano, ha existido la intención de negar y borrar la existencia de la población indígena y afromexicana del cuerpo del país, empleando para ello desde los métodos más sutiles, como la educación en una sola lengua y cultura, hasta las formas más lacerantes, como la desaparición forzada. Porque, como ha escrito el Doctor Camilo Vicente Ovalle (investigador zapoteca), para los perpetradores hay una lógica en ese acto: si no hay cuerpo, no hay delito que probar. La violencia no se ejerce solo en contra de la víctima directa, se afecta todo el entorno de la persona desaparecida, dejando a hijos, familiares y compañeros en una orfandad no reconocida, ni legal ni socialmente. Porque no tenemos un cuerpo, no tenemos un muerto, tenemos el dolor, la ausencia, la incertidumbre respecto al futuro y al destino de quienes se atrevieron a alzar la voz y a luchar por el reconocimiento de los derechos de sus pueblos y por la defensa de elementos vitales como la tierra, el agua, el aire, además de los conocimientos y creaciones que sobre ellos ha generado la población originaria. Tan solo entre 2019 y 2023, la ONU documentó el asesinato o la desaparición de 46 defensores indígenas. En las últimas décadas se hace evidente también la participación de la delincuencia organizada en las violencias y despojos contra pueblos indígenas, ya que pretenden desplazarlos de sus territorios y recursos para apropiarse de estos y usar a las personas como mano de obra barata, muchas veces con la complicidad de autoridades de los tres niveles de gobierno (municipal, estatal y federal). La acción del Estado mexicano en la desaparición de personas indígenas es señalada por testigos de los hechos, quienes mencionan la presencia de elementos del Ejército mexicano, de la Guardia Nacional o de la policía, la pública y la secreta, como la Guardia Blanca o los agentes de la Dirección Federal de Seguridad en las décadas de los 60 y 70. Sabemos que las violaciones a los derechos individuales y colectivos de las personas y pueblos originarios aumentan cada día, pero su cuantificación sigue siendo imposible. Pocas familias indígenas denuncian debido al temor a los violentadores, a las autoridades, a la revictimización y al estigma social, o por desconocimiento de sus derechos, sumado a que la búsqueda de justicia requiere de una red o estructura de apoyo, social, emocional y económica, a la que la población indígena difícilmente tiene acceso por condiciones estructurales, teniendo que priorizar la lucha por la sobrevivencia cotidiana y dejando de lado las acciones legales o políticas para la defensa de sus derechos. Por lo anterior, es necesario que los funcionarios y servidores en las instancias de justicia y atención a víctimas sean capacitados para brindar atención diferenciada a la población indígena según su cultura, en todos los procesos de denuncia por violencias y/o búsqueda de familiares desaparecidos, y cuando enfrenten procesos legales. Esto incluye que los formatos de denuncia y solicitud de atención y búsqueda cuenten con rubros de pueblo, cultura y lengua de origen. Es urgente que las instancias correspondientes desagreguen datos por población indígena, para contar con estadísticas que permitan identificar el número de personas indígenas que han sufrido la violación de sus derechos por parte del Estado y/o por los grupos de delincuencia organizada, principalmente aquellas personas que han sido asesinadas o desaparecidas por defender sus territorios en la historia reciente de México.





